Mi familia tiene una fábrica, pero no es una fábrica con robots, cadenas de montaje y grandes trasiegos de personal, sino algo familiar y cercano a los clientes. Bienvenidos a la fábrica de los sopladores de vidrio.
De pequeño, cuando apenas tenía unos 5 años de edad, no me lo pasaba bien en la fábrica, pero a medida que fui creciendo le empecé a coger el gusto al vidrio soplado. Aunque también es comprensible, ¿cómo puede divertirse un niño de 5 años en un lugar donde correr puede acarrear perder meses de trabajo?
Cuando comencé a aficionarme a ir por las tardes al trabajo de mi padre fue cuando empecé a darme cuenta de que observando y escuchando a los demás se aprende mucho. Mi padre quería que yo aprendiera el oficio de soplador de vidrio, sin embargo, cuando inicié las practicas, asumí que aquello no era lo mío, ya que exigía de paciencia e imaginación, dos cualidades con las que no nací. A pesar de esto, el hecho de asistir todas las tardes a la fábrica a ver cómo mi padre y sus compañeros hacían los encargos de sus clientes me resultaba terapéutico, mayormente porque podía conocer e interactuar con esos clientes.
Tuve la suerte de toparme con infinidad de personalidades curiosas:
El señor Sánchez era un apasionado por la ciencia, pero su situación económica había hecho que acabara trabajando en una empresa de seguros, en la que afortunadamente le iba bien, lo que le permitía pagarse caprichos como el átomo de cristal que le hizo mi padre. La felicidad de sus ojos cuando le envolvimos la pieza para que se la llevara no se puede comparar con nada.
La señora García era muy aficionada al equipo de fútbol de nuestra localidad, por lo que quiso que mi padre le hiciera una estatuilla de con el escudo del equipo. Como tras varios intentos, mi padre no conseguía el resultado esperado, la clienta nos propuso una alternativa; un conejito. A pesar de que el segundo encargo era considerablemente más raro que el primero (sobre todo teniendo en cuenta los gustos de la señora García) mi padre consiguó hacer un conejo, muy detallado, para ella. En fin, supongo que siempre puedes esperar sorpresas de los demás.
Había una clienta... Gloria, que me llamaba poderosamente la atención. Era una chica joven, de mi edad aproximadamente, la cual se pasaba todas las semanas por la pequeña tienda de vidrio soplado que teníamos en la entrada de la fábrica. Un aire de misterio la envolvía, ya que, aunque compraba, nunca nos había pedido un encargo. La veía pasar por la calle de nuestra fábrica muy a menudo, quizás le pillaba de camino para ir a la universidad o al trabajo, y muchos días terminaba en la tienda comprando alguna figurita.
Una vez, mientras charlaba con nuestro dependiente, que era mi tío, ella eligió una de las figuras más vendidas de nuestro pequeño comercio; una esfera transparente con multitud de trazos de colores en su interior.
- Has tenido suerte, te llevas la última. Habrá que decirle a tu padre que haga más, chaval - mientras mi tío envolvía la figura, la chica sacaba su cartera.
- Claro Tito. Oye, te gusta mucho el vidrio soplado, ¿verdad? Te veo a menudo por aquí.
Nunca supe como reuní valor para hablarle.
- Si, mucho. Soy... bueno, es un poco raro pero me gusta coleccionar arte - contestó ella riendo dulcemente.
- ¿Arte? - farfulló mi tío - Arte son los cuadros de los museos y las estatuas de las iglesias - dijo mi tío riéndose - Mis hermanos solo soplan el vidrio.
- Si, soplan el vidrio. De una bolita ardiente de nada crean maravillas de cristal con colores y formas varias. ¿Por qué no iba a ser esto arte?
La última pregunta era, naturalmente, retórica (y menos mal porque el pobre de mi tío se quedó mudo tras aquello).
Desde aquel momento tuve la sensación de que habíamos perdido una clienta, sin embargo, un par de días más tarde, regresó, y esta vez nos trajo un encargo; quería que le fabricásemos una figura de un lazo rojo, ondulante, sobre una base, también de cristal. En nuestra fábrica nosotros no aceptábamos aquel tipo de encargos, ya que como nos pasó con la señora García, soplar el vidrio no era lo mismo que hacer figuras de cristal.
Debo reconocer que me dio un poco de pena ver la decepción en la mirada de aquella mujer. ``Ahora es cuando seguro que no vuelve´´, pensé, y esta vez no tuve razón por poco.
En efecto, regresó, pero se la notaba más... ¿apagada? Sólo miraba las estanterías de la tienda, pero parecía como si ya lo tuviera todo, como si lo que buscaba no lo pudiera encontrar ahí... No sé describir con palabras el sentimiento que me generó esa chica, pero acabé en el taller, con cubos lleno de cristal reciclado, intentando hacer un lazo rojo de cristal sobre una base, también de cristal.
Mis amigos pensaban que me había vuelto loco, pero, ¿conocéis ese sentimiento que os impulsa a hacer las cosas a pesar de que os sintáis cansados, tristes o incapaces? Yo lo experimenté aquel día por primera vez.
Tras muchísimos intentos, conseguí algo... parecido. No se podía comparar mi habilidad con la de mi padre, pero entre no haberle hecho ninguna pieza y mi obra había una leve diferencia que quizás marcara la diferencia.
Tardé semanas en poder entregársela.
Cada día que me iba a la fábrica, pasaba algunos minutos en la puerta de la tienda, entre los clientes, esperando poder encontrarme a aquella curiosa chica. A veces me asomaba a la calle y miraba a la dirección por la que solía llegar a la tienda, pero no la llegué a ver. Algún que otro día, incluso, le preguntaba a mi tío, por si había visto a alguna mujer con sus rasgos físicos, porque quizás podía ser ella.
Sí, lo sé, todos sabemos como se llama este sentimiento. Me da un poco de vergüenza hablar de ello.
Pensé que me había tirado días haciendo aquella figura tan curiosa para nada, hasta que una noche, de la forma más inverosímil, pude entregársela.
En la fábrica se hacían turnos de limpieza entre los trabajadores, que eran, al fin y al cabo, mis familiares. Mi afición por ir al trabajo de mi padre me acabó costando el tener que unirme a esos grupos de limpieza, pero no me importaba, ya que los hacíamos los días que cerrábamos, lo que agilizaba mucho la faena.
Una de las tardes que me tocó finalicé con la limpieza bastante tarde (un pequeño tropezón con la escoba que me hizo estar allí hasta el anochecer). Mi sorpresa fue que, al cerrar la puerta metálica de la tienda, la chica a la que le había dedicado mi primera y última pieza como artesano se encontraba allí sentada, mientras rompía algo con las manos.
- Eh... hola. Buenas noches. ¿Eres la...?
- Si. - Me impactó cómo me cortó antes de finalizar la frase - Perdona, no debería estar aquí - Hizo el además de levantarse.
- No, ¡espera! - dije mientras la incitaba a quedarse sentada en el bordillo de la acera - Esto es la calle, ¿sabes? Puedes sentarte aquí si quieres.
Me esbozó una sonrisa. Cuando lo hizo pude ver que tenía los ojos rojos, como si hubiera estado llorando. Entre sus manos, tenía trocitos de lo que parecía ser una fotografía.
- Eh... oye, disculpa si te molesta la pregunta pero, ¿te encuentras bien?
- Ahora mejor - contestó ella - ¿Te llamabas Francisco, verdad? He escuchado al hombre de la tienda llamarte así a veces.
- Si, pero así sólo me llama mi padre cuando he roto algo. Llámame Fran, me gusta más. - Ella asintió - El otro día dijiste que coleccionabas arte, ¿a qué te referías exactamente?
La joven desplazó su mirada hacia abajo, como si intentara recordar algo.
- Verás, mi vida me deja poco tiempo libre como para poder hacer todas las cosas que me gusatrían. Las cosas preciosas, como las obras de tu padre y sus compañeros, no solo sirven para decorar un salón sino que además, significan cosas para cada cliente. Cada pieza que hacen, la hacen por algo, al igual que los escritores tienen casi toda su vida plasmada en sus relatos a modo de metáforas, referencias o los álter ego. No se trata de comprar una pieza de vidrio soplado porque es bonita, es elogiar un trabajo duro que además lleva impreso parte de la vida de la persona que lo hace.
Tras aquella magnífica respuesta, comenzó a enseñarme fotos en su móvil de su colección. No solo tenía piezas de nuestro vidrio sino figuras hechas a mano, ilustraciones sobre tablones de madera así como piezas de estaño que representaban animales.
- Algunos lo considerarían basura - aquello que dijo iba cargado con tristeza, la melancolía de su rostro la delató.
- Lo importante es que a ti te apasione. ¡Que sabrán los demás! Si la mayoría de ellos piensan que son cultos porque al decir ``cocreta´´ la RAE los respalda...
Conseguí una carcajada, bien, aquello era un éxito para mi.
- Por cierto, no sé manejar el vidrio y los cristales como mi padre, pero mira - saqué de mi mochila la figura de cristal - he hecho esto para ti.
Cuando tomó la pieza entre sus manos, rompió a llorar. Aquella fue la primera vez que me sentí verdaderamente mal por alguien, había hecho algo por ella y había conseguido un efecto completamente opuesto.
- ¡Perdona! Soy un patoso, verdaderamente malo, no tendría ni que haberlo intentado...
- Es perfecto - dijo entre sollozos.
Cuando se calmó me acabó contando que aquella figura era una representación de una leyenda japonesa. Algo así de un lazo rojo en el dedo meñique y de dos personas que se quieren mucho. Al parecer, iba a ser una regalo para alguien especial que resultó haberse aprovechado de ella y de su bondad.
- Lo bueno es que ahora será para mí. Solo para mí. Mi mejor pieza de la colección - cada vez que me sonreía me sonrojaba, menos mal que era de noche.
Al final acabamos cenando juntos, unas cosas de arroz muy raras con un trozo de pescado crudo dentro. Creo que se llamaban makis.
A la semana siguiente, en la fábrica, había una carta para mí. Era de ella. En el texto decía que se había mudado. Vivía en aquella ciudad por su expareja, con quien la cosa no terminó del todo bien. La fábrica le pillaba de camino a la universidad (estudiaba y trabajaba a la vez) y como coleccionaba arte, le encantaba pasar por allí.
Cuando me leí la carta por quinta vez, supe lo que era la rabia. Rabia por no poder haber hecho nada, rabia por su situación, rabia por sentirme idiota...
Nunca nadie me había hablado de lo que era querer a una persona, por tanto no podía haber hecho nada por cambiar aquella situación en la que me encontraba, pero la impotencia me comía por dentro.
¿Qué aprendí de todo aquello? Que hay que ser valiente. Nunca sabes la cantidad de oportunidades que se pierden a lo largo de la vida, hasta que no te encuentras en el mismo trabajo de siempre, 20 años después, añorando a la misma persona de 20 años atrás.